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Observatorio Global sobre Convivencia

A fondo

Educar en un cosmopolitismo arraigado

Adela Cortina. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Indoctrinación y Educación.

En el ámbito de la educación resulta indispensable hacer una distinción entre dos formas radicalmente diferentes de entender lo que es educar: la distinción entre indoctrinar y educar. Prima facie la indoctrinación parece indeseable, mientras que la educación es necesaria y valiosa. ¿Cuál es la diferencia entre ellas? ¿Es una diferencia de método o de contenidos?

En un interesante trabajo sobre el tema consideraba J. Wilson que la diferencia entra ambas no podía residir en el método, sino en el contenido; porque el método, en el caso de los niños, no puede ser el racional. es decir, la argumentación. Como todavía no razonan, sólo podemos llegar a ellos mediante métodos no racionales, de ahí que la diferencia deba residir en el contenido. Tal contenido será educativo si consiste en modelos de conducta y en sentimientos que cualquier persona sana y sensata consideraría agradables y necesarios: estos modelos serán racionales porque derivan de la realidad, más que de valores, temores y prejuicios de los individuos. La dificultad consistirá, obviamente, en determinar quiénes son esas personas especialmente facultadas y cómo elegirlas.

De ahí que parezca más acertada la posición de Richard M. Hare, quien considera que la diferencia entre indoctrinar y educar reside en la meta que persiguen el «indoctrinador» y el «educador», respectivamente, meta que determinará el tipo de método y de contenido.

El indoctrinador pretende transmitir unos contenidos morales con el objetivo de que el niño los incorpore y ya no desee estar abierto a otros contenidos posibles: pretende, en definitiva, darle ya las respuestas y evitar que siga pensando: encerrarle en su propio universo moral, para que no se abra a otros horizontes. Éste es el proceder propio de lo que en la tradición bergsoniana se llamaría una moral cerrada. El educador, por el contrario. se propone como meta que el niño piense moralmente por sí mismo cuando su desarrollo lo permita. que se abra a contenidos nuevos y decida desde su autonomía qué quiere elegir. El educador pone así las bases de lo que llamaríamos, siguiendo la misma tradición. una moral abierta. La diferencia entre indoctrinar y educar no es, por tanto, una diferencia de método sino de meta. Sin embargo, el problema es entonces en qué valores educar en sociedades moralmente pluralistas.

Un hilo conductor-

En efecto, el tránsito del monismo al pluralismo moral no se ha llevado a cabo sin problemas en el terreno educativo. Como es fácilmente comprensible, en una sociedad moralmente monista, dotada de un código moral único, no se plantean demasiadas dificultades a la hora de decidir en qué moral se debe educar. Pero en sociedades pluralistas el primer problema consiste en dilucidar en qué valores educar como sociedad. cuáles deben transmitirse en la educación pública y en los centros que tengan un ideario específico, aunque éstos puedan transmitir también su ideario, y en el conjunto de la vida pública. porque la pregunta «¿qué valores queremos transmitir en la educación?» exige a una sociedad tomar conciencia de cuáles son los valores que realmente aprecia Preciso era encontrar un hilo conductor para ir sacando poco a poco el ovillo y el primero con que toparon los especialistas en educación fue el método de «clarificación de valores», que consiste en ayudar a los niños a entender bien los valores que han aprendido fuera de la escuela o en ella y que han incorporado sin más discernimiento, confiando en que al comprender su verdadero significado y consecuencias el niño rechazará lo rechazable y aceptará lo deseables.

Sin embargo, la clarificación de valores mostró ser más una técnica útil que un verdadero método educativo porque, tomada como método, producía sin remedio una sensación de relativismo y de subjetivismo, totalmente ajenas a lo que es la vivencia de lo moral. Ante las matanzas, las hambrunas, la tortura, la deslealtad y la corrupción las gentes no reaccionan levantando los hombros indiferentes, sino con indignación o con vergüenza, síntomas ambos de que relativismo y subjetivismo son todo menos humanos, síntomas ambos de que las cuestiones morales no son «muy subjetivas», sino «muy intersubjetivas». El procedimentalismo vino a sustituir a la clarificación de valores, con el aval de hundir Sus raíces en las teorías éticas procedentes del formalismo kantiano, entre ellas, la ética del discurso y la teoría de la justicia de John Rawls. Frente al sustancialismo. insostenible en una sociedad pluralista porque pretende transmitir una idea de vida buena con contenido, cuando en una sociedad pluralista conviven muchas, el procedimentalismo entiende que la moral ya impregna la vida cotidiana en forma de normas de conducta, que nos permiten organizar nuestras expectativas recíprocas, y que lo importante es descubrir los procedimientos necesarios para discernir qué normas de entre las vigentes son asimismo válidas. Cuando una norma se pone en cuestión, importa discernir cuál es el procedimiento adecuado para determinar si es o no justa, Las cuestiones de justicia constituyen la clave de la vida compartida. de donde conviene educar a niños y jóvenes en la disposición a seguir los procedimientos racionales para descubrir qué normas son justas, cuáles injustas.

Sin embargo, el procedimentalismo recibió fuertes críticas, y se hizo urgente encontrar un hilo conductor desde el que discernir qué valores deben transmitirse universalmente. Surgió entonces de nuevo la noción de ciudadanía: la escuela debe educar en los valores de la ciudadanía, ser buen ciudadano es lo que puede exigirse a cualquiera que habita en una comunidad política. Qué valores debe incorporar el ciudadano auténtico es ahora la cuestión.

Y no sólo porque pueda hablarse de diferentes modelos y dimensiones de la ciudadanía, como intenté mostrar en Ciudadanos del mundo', sino también porque se pone sobre el tapete una pregunta que el mundo norteamericano formula en los siguientes términos: a la hora de educar en la ciudadanía. ¿conviene educar para el patriotismo o para el cosmopolitismo? Porque el ciudadano. el que pertenece como miembro de pleno derecho a una deterrninada comunidad política. tiene contraídas unas especiales obligaciones de lealtad con ellas. La noción de «pertenencia» no sólo encierra un sentimiento de arraigo en una comunidad política concreta, sino también la conciencia de tener con respecto a esa comunidad responsabilidades. Obligaciones de lealtad, por eso los comunitaristas insisten en defender la noción de pertenencia frente a los liberales.

La pregunta es entonces cuál debería ser el punto de partida de la educación en los valores de la ciudadanía, si deberían ser los valores de la comunidad local, «los del patriotismo». o los propios de una ciudadanía mundial, «los del cosmopolitismo». Y, por otra parte, en el caso de que existiera un conflicto entre la lealtad a la propia comunidad política y la lealtad a la humanidad en su conjunto, ¿a cuál de las dos se debería prestar la lealtad fundamental? Éste es el tema que han abordado expresamente un conjunto de autores norteamericanos en el colectivo que lleva por título For Love of Country. Debating the Limits Of Patriorism, y que ha sido publicado en castellano bajo el rótulo Los límites del patriotismo.

Dos posiciones parecen perfilarse en el debate filosófico, que tienen también su expresión en la vida cotidiana. lo cual tiene una enorme importancia. Por una parte, los tribalismos, los nacionalismos radicales y los patriotismos, seguidores de la tradición de las religiones cívicas, se decantarían en ambos conflictos por la comunidad local, mientras que las tradiciones estoica, cristiana, liberal y socialista abonarían el terreno del cosmopolitismo, Optarían por la universalidad, si fuera preciso elegir entre lo particular y lo universal. De estas dos posiciones resultan dos aberraciones: el «parroquianismo» de quienes no aprecian más valores que los de su etnia, su pueblo, su cultura, y el «abstraccionismo» de cuantos apelan a la humanidad en su conjunto y Carecen de sensibilidad y de responsabilidad por su contexto. Importa obviar ambos extremos, educar en saber armonizar las propias identidades, y para ello analizar las razones de unos y otros.

La tradición cosmopolita.

A fines del siglo XVIII afirmaba Immanuel Kant que «únicamente por la educación el ser humano puede llegar a serlo. No es sino lo que la educación le hace ser». Y, como buen ilustrado, confiaba en que cada generación legaría a la siguiente sus más preciados ideales, de donde iría resultando el progreso de la humanidad hacia lo mejor.

Hoy parece que la confianza ilustrada en el progreso de la humanidad no esté en alza porque la historia nos ha hecho sufrir una buena cantidad de decepciones. Sin embargo, si algo sigue en ple es la esperanza de que la educación haga posible. si no un progreso indefinido, al menos un indeclinable avance hacia lo mejor. La educación informal. a través de la familia, los grupos de edad, los medios de comunicación. Y muy especialmente la educación formal que se transmite a través de la escuela. Proponía Kant en su momento tres ejes para la educación, que siguen siendo válidos. Las habilidades técnicas, que permiten al individuo dominar los medios necesarios para alcanzar los fines que se proponga; las habilidades sociales, propias de seres prudentes, que se sirven unos de otros para lograr una convivencia tranquila y pacífica: y la sabiduría moral por la que las personas se reconocen entre sí como Seres absolutamente valiosos, dotados de dignidad, y no de precio, y están dispuestas a respetarse conformando una convivencia, no sólo pacífica sino, sobre todo, justa. Habilidad técnica, prudencia social y sabiduría moral serían entonces los tres ejes de la educación.

Tres siglos más tarde no puede tener esta propuesta mayor actualidad y es la que, a fin de cuentas, se encuentra en la raíz de los programas de «Educación en valores». de enorme trascendencia, no sólo en los centros escolares, sino también en los hospitales, las empresas, los medios de comunicación, la Administración Pública y la actividad política. La sabiduría moral estaría ligada con esa semilla del cosmopolitismo que Kant cree que la naturaleza ha puesto en todo hombre, precisamente porque todos pertenecen a dos comunidades, como mostró la tradición estoica.

El cosmopolitismo procede en Occidente de una añeja y bien probada tradición, que arranca del estoicismo antiguo, en el siglo IV antes de Cristo. Fundaban los estoicos su convicción de ser ciudadanos del mundo en dos claves esenciales de su pensamiento. La primera de ellas remitía a la verdad de que todos los seres humanos Son idénticos al menos en un aspecto. en que están dotados de lógos, de razón y palabra y, por lo tanto, son hijos del Lógos universal. «Hijos tuyos somos —clecía el estoico Cleantes de Assos en su célebre himno, dirigiéndose a Zeus—, los únicos que, entre todos los Seres que sobre la anchurosa Tierra se agitan, llevamos a todas partes, en nosotros. tu imagen».

Pero justamente la identidad de todos los seres humanos en estar dotados de lógos y la diver sidad en los demás aspectos originan la pertenencia de cada persona a dos comunidades, la comunidad local y la comunidad de todos los hombres, la pertenencia a una comunidad política, dotada de leyes y consagrada a determinados dioses, y la pertenencia a una comunidad universal. La idea de esta doble pertenencia, por la que somos ciudadanos de una determinada patria y a la vez ciudadanos del mundo, se refuerza en las tradiciones occidentales, gracias al cristianismo que tiene a todos los seres humanos por hijos del mismo Padre y gracias también a propuestas filosóficas tan decisivas como la de Immanuel Kant, que secularizan esta noción cristiana en la idea de que todo hombre puede pertenecer a una misma comunidad moral.

En efecto, mantiene Kant que todo ser humano pertenece por nacimiento a una comunidad política, con la que tiene contraído un deber moral, el de intentar convertir a esa comunidad en un Estado de Derecho. donde todos los ciudadanos puedan ejercer su autonomía. Pero también cada ser humano es, no sólo ciudadano de un Estado, sino ante todo persona, capaz de regirse por Sus propias leyes, capaz de ser dueña de sí misma. El ser humano, como persona, puede formar parte de una comunidad moral. regida por leyes de virtud, capaz de ir diseñando los trazos de un Reino de los Fines, un reino en que cada persona sea tratada como un ser absolutamente valioso. Comunidad política y comunidad moral no se identifican, pero se entreveran de tal suerte que cualquier comu nidad política debe aspirar a construir junto con las restantes una paz perpetua entre los países, en que sea posible desarrollar un modo de ser cosmopolita.

Y, justamente, es el hecho de ser persona el que confiere a los seres humanos una peculiar dignidad. en virtud de la cual no pueden ser intercambiados por un precio. La doctrina de la dignidad del hombre encuentra aquí un fundamento racional, ofreciendo razones para ir dilucidando de qué son dignas las personas, qué derechos es de justicia asegurarles por el simple hecho de ser personas. Este sería el fundamento racional, a fin de cuentas, de un tipo de derechos llamados «derechos humanos», que cierta tradición anglosajona reconoce como «derechos morales».

Ahora bien, quien cree imprescindible educar, en primera instancia, en el cosmopolitismo, entiende también que la pertenencia fundamental de la persona es la pertenencia a la comunidad universal. Nacer en un lugar u otro —entiende quien esto defiende— es accidental para una per sona, mientras que lo esencial para ella, lo sustancial, es la pertenencia a la especie humana. Como se cuenta de Albert Einstein, quien, al preguntarle un policía por su raza al pasar una frontera, contestó: «humana, por supuesto». Apreciación que viene reforzada al percatarse de que resulta imposible establecer un límite irrebasable entre «nosotros» y «vosotros».

En efecto, si el ciudadano se identifica con sus conciudanos en serlo («nosotros») y eso mismo le diferencia de los demás («vosotros»), no es menos cierto que el límite nunca puede resultar definitivo, porque ese ciudadano encuentra una gran cantidad de dimensiones en las que es idéntico a los que no pertenecen a su comunidad política. En realidad, es idéntico en alguna dimensión a todos los seres humanos. con lo cual se quiebra el mito de las identidades cerradas.

Y con estas consideraciones nos encontramos de lleno en un asunto muy debatido en nuestros días, la cuestión del «hecho diferencial». Si existen diferencias entre los seres humanos, pero no sólo una, sino múltiples y variadas. Las gentes difieren entre sí por la comunidad política a la que aceptan pertenecer, pero también por el sexo, la adscripción religiosa, la edad, el bagaje cultural, y un sinfín de dimensiones más. que componen en su conjunto un ser personal. Cada una de ellas identifica a la persona con el conjunto de personas que la comparten en el mismo sentido (pertenecen al mismo sexo, comunidad, fe, etc.) y le diferencia de las que lo tienen en un sentido distinto (pertenecen a otro sexo, comunidad, fe, etc. ). Pero, en cualquier caso, nunca esas diferencias son tales que permiten trazar una barrera infranqueable entre «nosotros» y «vosotros», sino que la semejanza como pertenecientes a lo humano es más radical que las diferencias". A mayor abundamiento —aseguran algunos partidarios del cosmopolitismo—, los lazos de sangre crean una obligación moral de parcialidad, pero no los demás lazos, por ejemplo, los lazos políticos. ¿Qué significa esto? Significa que en la tradición occidental se viene considerando la imparcialidad como la perspectiva que debe asumir quien desea formular un juicio moral. Para formular un juicio moralmente correcto. el punto de vista adecuado no puede ser el del propio interés, y por eso importa comprobar si sería aceptado situándose en el lugar de cualquier persona, y no desde la perspectiva de una persona concreta, inevitablemente parcial. En este sentido se pronuncia el imperativo categórico kantiano, pero también la célebre «posición original» de Rawls, en la que pretenden establecer los principios de la justicia para su sociedad seres que ignoran sus caracteres naturales y sociales, seres cubiertos por un «velo de ignorancia».

Sin embargo, sobre este punto existe una animada disputa entre los éticos, porque algunos de ellos consideran que en las situaciones concretas y en determinados casos existe la obligación moral de ser parcial; por ejemplo, cuando topamos con personas con las que nos unen lazos de sangre. En efecto, si entre dos personas sólo puedo prestar ayuda a una de ellas, y una de esas personas pertenece a mi familia, tengo la obligación moral de ser parcial y ayudarle a ella; la imparcialidad sería en este caso inmoral. La pregunta es entonces: ¿es el lazo nacional o político uno de los que obliga moralmente a las personas a ser parciales y a ayudar antes a los de la propia comunidad nacional que a los demás seres humanos? ¿Existe en este caso la obligación moral de la parcialidad?

Frente a una pregunta semejante contesta el cosmopolita que los lazos políticos generan obligaciones políticas, pero ninguna obligación moral, de forma que no hay ninguna razón para educar al niño en la convicción de que debe moralmente ayudar en primer término a sus conciudadanos. Conviene. pues, educar en primer término en la universalidad (no en la particularidad), en la ciudadanía cosmopolita (más que en la ciudadanía política).

¿Es el patriotismo una virtud?

Por su parte, quienes aconsejan empezar la educación por la ciudadanía política concreta, para extenderse después a la cosmopolita, ofrecen también razones de profundo calado. La primera de ellas es la que aduce, entre otros, Benjamin Barber desde hace algún tiempo. Mantiene Barber que quien no desee conformarse con el mercado y con el Estado tendrá que buscar fuentes de arraigo en la calidez de las comunidades concretas. En realidad, la Gemeinschafi de que hablaba Tónnies, la comunidad, y la vecindad han sido sustituidas por la Gesellschaft, por la sociedad. y la burocracia. No es extraño que en un universo globalizado broten con fuerza los tribalismos ansiosos de arraigar a las personas en comunidades concretas: a fin de cuentas, globalidad y tribalismo son dos caras de la misma moneda, «Jihad frente a MacWorld». Las personas no quieren verse reducidas a ser tratadas como clientes y consumidores de un mercado y como votantes de un Estado, sino que desean convertirse en miembros de comunidades, que constituyan «un lugar para todos».

En un mundo politizado y contractualizado —dirán otras voces en el mismo sentido— se pierde la sustancia ética, por eso los federalismos gozan de buena salud, porque permiten articular las diferentes comunidades políticas en un Estado que respeta las diferencias y les permite sobrevivir.A mayor abundamiento —prosiguen los partidarios de educar en principio en el afecto a la comunidad concreta— el universalismo, cuando es un universalismo abstracto, carece de sensibilidad para las diferencias y condena la heterogeneidad, le estorba la diversidad. Por eso no entiende que a fines del siglo XX y comienzos del XXI sobrevivan las religiones y los nacionalismos. Cree el universalista abstracto que la Modernidad ha mostrado que las diversas religiones no son sino apariencias, fenómenos, de una religión moral única, de una espiritualidad única, asequible a la razón de todo ser humano. Esta religión común va descubriéndose con el progreso en la Ilustración y haciendo innecesarias las diversas religiones, manifestaciones de esa religión universal.

De igual modo, según el universalista abstracto. los nacionalismos. inevitablemente particularistas, deberían haber sido arrasados por la fuerza universalista del Estado moderno, desde sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. El nacionalismo sería una intempestiva y trasnochada enfermedad, una patología sólo explicable en tiempos de desorientación.

Ante tales afirmaciones de un universalismo abstracto. ciego ante la riqueza de las diferencias, el partidario de educar en lo local recuerda que tanto el sentido religioso como el sentimiento de arraigo en las comunidades nacionales concretas existen, y que es mejor encauzarlos en buena dirección para que no degeneren en fundamentalismos intolerantes. e incluso violentos. Más acertado es tratar de dotar de valores universalistas a las comunidades concretas sin privarles de su identidad que intentar anularlas, procedimiento que al medio y largo plazo provoca una espiral de violencia y que, sobre todo, es injusto. Sin embargo, desearía yo recordar que existe una gran diferencia entre los nacionalismos, por esencia particularistas, y la religiones. Las religiones, como señalaba Rousseau, pueden ser al menos de dos tipos: la religión del ciudadano y la del hombre. Las religiones del ciudadano son las que cohesionan intemamente a cada una de las distintas comunidades políticas, los dioses de esas religiones son de una comunidad y luchan contra los dioses de las restantes comunidades por defender la suya. Son los dioses de Grecia y Roma, cada uno dios de su ciudad. El cristianismo, sin embargo. no es una «religión del ciudadano», sino una «religión del hombre» («de la persona», diríamos hoy), no tiene por meta cohesionar a los individuos en la defensa de su ciudad. sino poner en relación a cada hombre con el Dios de todos los hombres. El cristianismo rompe los límites de la ciudad y abre las fronteras a una religión universal, con lo cual «lejos de destinar los corazones de los ciudadanos al Estado, los despega de él como de todas las cosas de la tierra». Cuando el cristianismo ha sido utilizado como religión civil ha sido en realidad instrumentalizado, porque su naturaleza no es la de servir de fermento para la comunidad política. Podemos decir entonces que el cristianismo no asegura la santidad del contrato social, sino la santidad de la vida humana y la del reconocimiento recíproco entre los seres humanos, que abre el camino del cosmopolitismo. El cristianismo no puede ser una religión civil, en el sentido de creadora de identidades cívicas diferenciadas, precisamente por su carácter universalista.

Ahora bien, el recurso al universalismo puede tener también el grave inconveniente de generar una indeseable, y muy extendida, «hipocresía interna»: la de utilizar el lenguaje del amor universal como coartada para no amar a los seres humanos concretos, para no amar a los cercanos. El lenguaje de los derechos humanos, los discursos sobre el «Norte y el Sur», la solidaridad con el lejano son en demasiadas ocasiones cortinas de humo para ocultar la estafa y la corrupción de la vida cotidiana. La bien conocida afirmación de Ortega «Yo soy yo y mi circunstancia y, si no la salvo a ella, tampoco me salvaré yo» abunda en este sentido. El compromiso con el mundo circundante, con la circunstancia social, es imprescindible para la auténtica salvación personal.

Por último, también cabe añadir, a favor de empezar la educación por el contexto cercano, que lo difícil no es hoy transmitir un sentimiento abstracto de solidaridad universal, sino construir lealtades en un mundo atomizado. A fin de cuentas, el núcleo ético de nuestras sociedades, el que realmente se encuentra encarnado en ellas. es el individualismo hedonista. Cada individuo siente que él y sus deseos constituyen el centro de la vida social y que, por tanto, merece la pena crear y mantener lazos que redunden en ese bienestar. Con lo cual, en último término, triunfa el individua lismo de seres que se autocomprenden, no como personas, no como individuos en comunidad, sino como átomos separados entre sí. entre los que conviene únicamente establecer lazos instrumentales. Nuestras democracias no lo son tanto de personas como de átomos, convencidos de que importa extraer de la vida el máximo posible de placer y el mínimo de dolor. En este orden de cosas, no es difícil provocar, a fuerza de prédicas, un difuso sentimiento de solidaridad universal, una indignación abstracta ante las violaciones de los derechos humanos; lo difícil es generar lealtades a las comunidades concretas. construir responsabilidades por el entorno.

Educar en un cosmopolitismo arraigado .

La historia va gestándose —decía Hegel— a través de momentos, cada uno de los cuales con sidera únicamente un lado de las cuestiones y es. por tanto. unilateral. De él surge el momento siguiente, que destaca el lado contrario al anterior y es igualmente unilateral. Pero un tercer momento constituye la verdad de ambos, al tomar lo mejor de cada uno y, conservándolo, engendrar una situación cualitativamente superior a las dos anteriores. Y es verdad que a lo largo de la historia las polémicas entre doctrinas aparentemente inconciliables han ido generando otras nuevas que tratan de tomar lo mejor que había en ellas, reconciliándolas, es decir, conservando las diferencias en una más comprensiva. Por eso, desearía en esta contribución avanzar una propuesta: la de educar en un cosmopolitismo arraigado, que trate de integrar en su seno lo mejor del cosmopolitismo abstracto y del particularismo arraigado.

Una propuesta semejante pretende asumir el universalismo de quien sabe y siente que es «hombre y nada de lo humano puede resultarle ajeno». No existen, por tanto, barreras infranqueables entre las personas, sean nacionales, sean religiosas, sean lingüísticas. Hablamos desde determinadas culturas y lenguas, pero con la convicción de que podríamos entendernos con cualquier ser dotado de competencia comunicativa. es decir, con cualquier persona, por eso resulta imposible trazar un límite irrebasable entre «nosotros» y «vosotros» o «ellos». En este sentido, la tradición estoica marcó con acierto el camino que con razones diversas defenderían cristianismo, liberalismo y socialismo: la lealtad fundamental de las personas es la que deben a las personas, como tales.

Sin embargo, no es menos cierto que las personas nacen en comunidades concretas (en familias, comunidades vecinales. comunidades políticas) y se adscriben a lo largo de su vida a comunidades concretas (comunidades religiosas, nuevas familias, nuevas vecindades). Obviar el carácter comunitario de las personas. creer que son átomos entre los que media un abismo, lleva al lado perverso del cosmopolitismo abstracto, en que ha caído en demasiadas ocasiones una sedicente Ilustración: a olvidar los contextos concretos en los que actuamos y a perderse en el mundo de las abstracciones verbales, de las moralinas burocráticas, que degeneran —como decíamos— en «hipocresía interna» y provocan desarraigo.

¿Por qué hay que tener raíces? —preguntaba Alain Renaut en el debate que siguió a una conferencia. La respuesta es sencilla, en la línea de las razones ya ofrecidas: porque quien no aprende las lealtades concretas difícilmente aprenderá las cosmopolitas. Lealtad fundamental no es lo mismo que lealtad exclusiva y el «cosmo-politismo» no se construye prescindiendo de las «poleis» concretas. de las comunidades de pertenencia, sino desde ellas; no se construye eludiendo las diferencias, sino asumiéndolas.

Obviamente, construir un cosmopolitismo arraigado en las comunidades concretas, que no se deje embaucar por los ideales vagos del universalismo abstracto. pero tampoco por el parroquialismo de las comunidades cerradas, sólo puede hacerse introduciendo grandes transformaciones en los hábitos personales y sociales.

El primer núcleo de discusión se referiría a la construcción de la identidad personal desde la pertenencia a distintas comunidades y a distintos grupos. Conviene recordar en este punto que una persona no se identifica sólo por su nacionalidad o por la comunidad política de pertenencia, sino también —como dijimos— por una gran cantidad de dimensiones que, tomadas en conjunto, la hacen única. Pero también conviene recordar que incluso las identidades políticas de una persona, las que la conforman desde el punto de vista de la ciudadanía política, son múltiples, y la madurez moral consiste en saber articularlas de forma armónica; en lo cual, evidentemente, debe colaborar la sociedad. Una persona puede ser a la vez valenciana, española, europea. occidental, en lo que a cultura se refiere, y ciudadana del mundo. Evidentemente, si se encuentra en un contexto que le dificulta vivir en paz alguna de estas identidades, la crispación resulta inevitable. Por eso importa encontrar fórmulas que hagan posible vivir de forma armónica las distintas identidades de la ciudadanía política, para que cobre su auténtico valor el hecho de vivir con lealtad en cada una de las comunidades, prestando la fundamental a la comunidad humana.

Pero, en segundo lugar, y pasando de la identidad personal a la de las comunidades de distinto tipo, es verdad que vivimos en un mundo fundamentalmente atomizado, en el que urge revitalizar y recrear las comunidades de sentido. El sentido, la esperanza, la ilusión, son recursos sumamente escasos, que no se generan tanto desde los Estados o desde los mercados como desde esas comunidades en que los seres humanos hacen su vida más personal que clientelar, se entienda al cliente como comprador o como votante. Necesitamos la calidez de las comunidades familiar, vecinal, religiosa, escolar, política, para ir aprendiendo a degustar en ellas los valores que nos permiten acondicionar la vida para hacerla habitable. Predicar valores débiles, despreciar las comunidades existentes, es suicida, cuando justamente las personas precisamos comunidades de sentido, en las que aprender a vivir desde valores fuertes.

Pero esas comunidades —y en esto el cosmopolitismo es insuperable— deben ser necesariamente abiertas a cuantos desean integrarse en ellas. nunca cerradas, dinámicas. acogedoras de quienes desean también pertenecer a ellas, porque sólo desde comunidades abiertas y dinámicas (empezando por las escolares y familiares) es posible generar un auténtico cosmopolitismo arraigado.

Por cortesía de Revista de Filosofía.